un cuento porque sí
Ya he tardado bastante, por eso mejor hoy te platico
sobre aquel día en que recogí una bolsita de tenábaris, o capullos de mariposa.
Yo estaba ya en mi séptimo mes de embarazo, pero no podía dejar pasar la
oportunidad de ir. No recuerdo ya si fue que mi papá me invitó a la mina o yo
le dije que me llevara con él. Entonces
mi esposo trabajaba con mi papá y estaba allá, en la mina. Se iban por
días y volvían los fines de semana. A mí me hipnotiza el monte. Siempre que
estoy en él trato de absorberlo todo: las plantas y sus diferentes aromas, los
sonidos de los animales huidizos, las piedritas deslizándose por el suelo
irregular. Definitivamente que el aire es más puro porque allá si es libre.
Te has de preguntar “¿bueno,
y a qué viene el cuento si yo ni pedí que me lo platicara?” pues a nada, no
viene a nada yo solo quise comenzar a hablar y tocó la casualidad de que
pasaras tú, como pudo haber sido aquel fulano que viene pidiendo un peso a todo
el que se atraviesa, o la doñita que vende sus chiltepineros a diez, pero ya te
amolaste y ahora te esperas a que termine.
Pues la cosa quedó en que él pasaría por mí a las 5 de la
mañana del día siguiente. Me costó atrapar el sueño esa noche porque el sueño
de volver a la mina me había atrapado a mí. Me levanté temprano a echar frutas,
galletas, mi cuaderno de apuntes, pluma y no sé qué otras cosas más. Y después
el camino.
Me di cuenta que la flora desértica no es tan madrugadora
como yo creía, porque en todo el trayecto no vi otra cosa que árboles
despeinados y arbustos malhumorados.
Subiendo el “cerro Colorado” donde se ubica la mina de
grafito de mi papá, nos detuvimos a recoger leña y aproveché para descargar la
vejiga cada vez más comprimida por mi pequeño inquilino. Me perdí un ratito en
el monte mientras escuchaba rítmicos hachazos.
Para no alargarte tanto el cuento, que ya estoy
escuchando cómo se quejan tus tripas, llegamos a la mina. Yo había estado
anteriormente ahí pero no estaba igual, pues la casita-campamento era otra, no
ya la de cartón tan frágil y pequeña, ahora constaba de dos habitaciones, una
de mi papá y la otra para los trabajadores, tenía su porchecito con una
hornilla encantadoramente rústica. Toda ella sobre una base de piedra, quedaba
alta, un poco más protegida de libre paso de animales montunos.
Ahí estaban tres hombres: Benhur mi esposo, un hombre
viejo y otro joven que vivía en “La Colorada”, un pequeño poblado cercano,
donde por cierto, está lleno de Rendón, pues de aquellos rumbos viene la
familia, los primeros que llegaron de España y Francia, pero esa es otra
historia. Lo primero que hice fue caminar a reconocer el terreno y ¡oh
sorpresa! Sorprendí un tenábari colgando de la rama de un árbol. He de decirte
que la etnia yaqui los aprecia mucho, pues con ellos forman cascabeles, parte
de su ornamenta tradicional en sus ceremonias. En Hermosillo hay integrantes de
dicha etnia que se van al monte a recoger los capullos, pero supongo que se
debe a la contaminación el hecho de que las mariposas se han ido retirando de
los montes que rodean la ciudad. Pero a pesar de no ser época en que las
mariposas pongan sus huevecillos, descubrí que aun se preservaban varios
colgando de las ramas de árboles y arbustos, incluso uno que otro en el suelo
¡qué felicidad! Como un día de pascua solo para mí. Los dos días que estuvimos
en la mina, mientras los hombres estaban en el vientre de la tierra, yo dediqué
mucho de mi tiempo a caminar en busca de mis tesoros. Así fue que conseguí más
de cincuenta, de los cuales aún conservo algunos. Al más perfecto de formas y
tamaño le di la encomienda de acompañar a mi papá el día en que decidió
emprender su camino de regreso a la eternidad.
Y pues no me queda más que contarte. Tengo el gusto por
buscar tesoros, heredado por mi papá quien alimentó mi imaginación con
historias fantásticas borrando el límite entre el mito y la realidad, por eso
todo es posible para mí.
¡Así que no me
sorprendes para nada con esas cancioncitas burlonas que me echas, firulais!