martes, 26 de octubre de 2010

Agosto.

En agosto salen las chicharras gritonas sin pena delatando los pasos de la lluvia. A veces mentirosas y otras casi siempre, cantan la verdad. Un pinacate, camina difícilmente; con dificultad mira al cielo y lanza una lenta y dificultosa plegaria: “D i o s m a n d a n o s l a l l u v…” ¡plas! Un chubasco de saliva, detrás pasos retozones y un viejo conjuro. Vino el chaparrón.
En agosto la tierra se aparea con el sol y preñada le crecen senos de sandía.
Besa al cielo y su saliva sabe a mar. Está tendida la tierra, a veces fogosa y en otras se pone su velo de luto nocturno porque no sabe quién ha muerto, o porque ya no escucha nuestro bullicio y entonces le da sueño. Se arrulla con el silencio. Es cuando los novios se roban a las chicas, tirándole una piedra a la ventana, con la complicidad de los grillos, por las actuales noches de agosto, como en agostos de antaño.
El sol inicia su jornada y la tierra se despereza enjuagándose la cara con el rocío de la mañana.
En la ciudad agosto se viste de energía. Desde temprano los autos andan por donde les da la gana y la gente aprovecha el raite. Listones de chapopote y gravilla, como un comal caliente le cocinan los pies a los ocurrentes que se van descalzos por el refresco de mediodía. Nos escodemos de los regaños del sol en nuestras casas y subimos el volumen al estéreo o a la tele.
Pero agosto ha de acabar lo mismo en el monte o en la ciudad y se irá lento, como los viejos sabios, sin prisa, porque conocen que de cualquier forma, en otro ciclo habrán de volver

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